Edgardo Muñoz
Décadas atrás cobró notoriedad la historia de una mujer que padecía intensos dolores en uno de sus hombros. Luego de recorrer infructuosamente innumerables consultorios, finalmente dio con un profesional que le prometía un alivio definitivo gracias a una práctica quirúrgica novedosa.
Con toda confianza se sometió al bisturí. Al despertar de la anestesia advirtió que el dolor había desaparecido, pero junto con este, la movilidad del brazo. Esperó algunas semanas, de acuerdo con las indicaciones del cirujano, para ir recuperando la parte motriz, pero no hubo mejora alguna.
No solamente el profesional se negaba a verla, sino que había desaparecido de la clínica en la que atendía.
La mujer, furiosa, optó por iniciar acciones legales por la mala praxis. Al momento de reunir la documentación se descubrió que el profesional, que a estas alturas estaba en fuga, no era médico. Simplemente hizo un año de medicina, algunos meses de veterinaria y unas pocas materias de enfermería. Su diploma era falso. No se trataba de un estafador… simplemente un desquiciado con sentimientos mesiánicos.
Disfrutamos de un país de abundantes libertades. Sin embargo, en la combinatoria de ellas, la libertad de culto permite que cualquier habitante de nuestro suelo pueda autodenominarse ministro religioso, pastor, líder espiritual o lo que prefiera. Este abanico de posibilidades incluye a los bienintencionados, los no tanto y a los mercaderes de la fe. De uno al otro extremo de estas variables las malas praxis dejan un tendal de damnificados, en algunos casos por ignorancia y en otros por malicia.
Las prácticas perniciosas de un ministro pueden darse en el plano ético-moral o bien en el doctrinal. Cada vez que se enseña lo que Dios no es, ni quiere, ni hace, se genera una falsa expectativa. A su vez, las falsas expectativas producen decepciones. Y un cristiano decepcionado en su fe se halla herido de muerte.
¿Cómo evitar estas consecuencias a las que Jesús llama tropiezo (skandalon = decepción en griego) a los pequeñitos?
La respuesta se halla en la educación teológica, y nuestra teología proviene de la revelación especial que es la Palabra de Dios.
¿Es legítimo capacitar a los siervos de Dios? ¿Acaso el llamado, la Biblia y el Espíritu Santo no son suficientes? ¿Serán los institutos bíblicos un mecanismo meramente humano e innecesario para la capacitación al servicio?
Efesios 4 presenta, por orden de aparición en la fundación de la iglesia, a los grandes protagonistas en el perfeccionamiento de los santos para la obra del ministerio. La instrucción y la enseñanza son la constante en las generaciones del cristianismo. Jesús delegó a sus seguidores la tarea de salir y hacer discípulos (o aprendices) en todas las naciones ENSEÑÁNDOLES todas las cosas que les había mandado. Pablo le encomendó a su discípulo Timoteo que lo aprendido de él fuese transmitido a hombres de fe para que sean idóneos o capacitados para enseñar a los siguientes.
Desde los inicios de la Palabra escrita de Dios, existió la capacitación ministerial. Inmediatamente que Israel salió de Egipto, y recibió las leyes, Dios instituyó el sistema de culto. Como era de esperar, este sistema incluía el sostenimiento económico por parte del pueblo.
Dentro del sistema de culto, los oficiantes, pertenecían a toda una dinastía.
Tal detalle no es menor, ya que, una de las razones del servicio dinástico corresponde a la acumulación de saberes a través de las generaciones. Los descendientes de la tribu de Leví pertenecían a tres sub-tribus o familias: Gersón, Coat y Merari. Cada una de estas tres familias tenía asignadas tareas muy específicas. Por ejemplo, los coatitas (descendientes de Coat) se encargaban del mobiliario sagrado del tabernáculo. Ellos trasladaban el arca del pacto, el candelabro, la mesa de los panes de la proposición y demás artículos del lugar santísimo.
Moisés y Aarón descendían de Coat, pero de la descendencia de Aarón surgen los sacerdotes, quienes oficiaban los sacrificios y festividades. Los primogénitos de cada familia sacerdotal, en cambio, eran Sumos Sacerdotes. Con el correr de los años, la cantidad de Sumos Sacerdotes contemporáneos se multiplicaba, por lo que debían hacer un sorteo para determinar quién oficiaría el día de la Expiación cada año, entrando al Lugar Santísimo. Tal fue el caso de Zacarías, padre de Juan el Bautista. Este último, por su lado, había heredado el oficio de Sumo Sacerdote, dada su condición de primogénito.
En los tiempos veterotestamentarios, la calidad de nómade que Israel había adquirido durante el Éxodo, requería que la educación fuese responsabilidad familiar, tanto respecto a la Ley como a la capacitación para el servicio en el caso de los levitas y sacerdotes. Los hijos aprendían de sus padres cómo detectar la lepra (o viruela probablemente) y la convalecencia para reintegrarse a la sociedad. También eran enseñados acerca de cómo oficiar los sacrificios o cómo instruir acerca de la ley. La familia levítica era una verdadera universidad ambulante de ministros.
La instrucción en la Palabra de Dios no fue privativa de esta tribu. Una vez que Israel se estableció en la tierra, se hallaba la escuela de los profetas, encargada de capacitar a los que predicarían la Palabra en el pueblo. Asimismo, continuaba en vigencia el mandato de Deuteronomio 6.4-9, de tal manera que cada israelita estuviese en condiciones de reconocer en Jesús al Mesías. Cada descendiente de Abraham tenía el acceso a la Ley (Dt. 30.11-14).
Jesús pasó alrededor de tres años con sus discípulos, a fin de prepararlos para la tarea de establecer su iglesia. El título que les dio (apóstoles) respondía a la jerarquía propia de quienes habían transitado un período de instrucción especial. Mucha gente seguía a Jesús, pero sólo a sus discípulos llevaba por todos lados y sólo a ellos revelaba el sentido de las parábolas. Muchos apodaban al Señor con el título “Rabí” que se empleaba para los que instruían en la ley.
Cuando Jesús resucitó, debió explicar a los perplejos apóstoles el sentido de todo lo acontecido, exponiéndoles las Escrituras desde Moisés hasta los Salmos. Lo hizo con quienes debían guiar al pueblo. Los escribas de la época del Señor no eran “amateurs” de las Escrituras, sino que recibían una formación especial y exclusiva.
El apóstol Pablo, instruido a los pies de Gamaliel, pudo armonizar el plan de salvación gracias a la educación especializada que recibió. Pero no permitió que este don muriese con él. Se encargó de preparar discípulos que continuaran con la tarea. Lo hizo con Marcos, con Timoteo y con Lucas, entre otros.
Policarpo, padre de la iglesia, a su vez fue discipulado por Juan y aprendía a sus pies.
Sin dudas, los líderes de la iglesia, sea cual fuere su cargo o función, requieren una preparación especial y específica para llegar a ser idóneos y no neófitos. Sería maravilloso contar con pastores que tengan a su lado jóvenes dispuestos a seguir sus pasos, acompañándolos por años en la labor ministerial. Pero el estilo de vida actual, y la demanda de más personas que se rinden a Cristo, requieren que en un mínimo plazo, y de la forma más integral se capacite a los llamados con la Palabra de Dios. Ellos necesitan aprender a interpretar las Escrituras adecuadamente, necesitan saber predicarlas y enseñarlas. Los futuros ministros deben saber cómo guiar a un rebaño, deben pulir su ser interior y sus formas también.
La única manera de enfrentar lo que viene, las multitudes y la necesidad de más obreros para que haya más iglesias, es por medio de las instituciones que educan y capacitan a los obreros.
La mujer que perdió la motricidad de su brazo, disminuyó su calidad de vida por un inepto. Evitemos que las multitudes pierdan su eternidad por ministros faltos de la debida instrucción en la Palabra de Dios. Evitemos las falsas expectativas que surgen de las malas enseñanzas. Tracemos bien la Palabra de Verdad. Enseñemos y exhortemos con las Escrituras. Apoyemos a las instituciones educativas de teología y confiemos los obreros que salen de nuestro regazo a ellas. Amemos la Palabra y dignifiquémosla dándole el lugar que corresponde entre los llamados a servir y liderar la obra de Dios.