Te invito a imaginar que te vas a mudar a otro país, y que me acompañes en lo que fue mi viaje a Asia en el año 2016, piensa que te llevarías, como seleccionarías lo más importante y valioso para poner en dos valijas, en mi caso uno de mis tesoros fueron la yerba, cargue 6 kilos e hice una oración: “Papá puedo dejar todo, pero te pido que nunca me falte la yerba para el mate” (y así fue), subes luego a un avión vuelas por más de 40 horas literalmente al otro lado del mundo.
Llegas y no hay un solo cartel que puedas leer (no español, no inglés, ni siquiera letras que puedas reconocer) nadie habla tu idioma, te conectas al wifi para ver si puedes tra- ducir algo para encontrar la salida y descubres que todas tus aplicaciones en este país están bloqueadas no hay traductor de Google, ni hay Gmail, ni YouTube ni WhatsApp, finalmente llegas a lo que será tu casa por unos días, dejas las valijas y hay que comer, la comida es muy diferente ( y picante) te llevan a un lugar cerca de la casa y compras unos fideos que se ven muy bien y al lado del plato, los palitos, tienes que aprender a comer todo con palitos y olvidarte de los cubiertos, acompañar la comida con te o con agua caliente, empiezas a conocer a otros obreros parte del equipo te invitan a comer, la cena es siempre a las 6 de la tarde, nadie habla español, hay días que usas barbijo porque hay polución, tanta que no puedes ver el cielo azul por meses, después de algunas semanas vas por primera vez a una iglesia, no entiendes lo que cantan ni lo que predican pero dis-frutas de estar con tus hermanos, termina la reunión vas al baño y te encuentras con los baños (no hay inodoros, solo algunas letrinas) y un plus, no hay divisiones, no hay privacidad. Todas estas primeras experiencias (y algunas más) a las que tu mente, tu cuerpo y tus sentidos se tienen que acostumbrar se juntan y llegan a agobiarte o frustrarte y allí entonces aparece el famoso “choque cultural”. Algunos lo definen como el conjunto de emociones y pensamientos negativos que surgen por vivir en una cultura diferente a la tuya.
Reflexionando a la distancia sobre esta experiencia descubrí que, aunque me habían enseñado, había leído y había preguntado sobre el choque cultural, nada puedo evitarlo, pero sí hay manera de amortiguar el daño, a llevar al mínimo los daños que el impacto produce. Así como el cinturón de seguridad o el air bag salvan vidas en un choque de autos, los hijos de Dios contamos con recursos para enfrentar estos momentos. El cinturón de seguridad que me ayudó a permanecer firme, que me abrazó y me cobijó fueron mis hermanos en Cristo, aquellos que con sus experiencias y sabiduría me escucharon, aconsejaron y enseñaron, en especial dos mujeres una de ellas obrera en Asia y la otra en África, siempre me escucharon y fueron usadas por Dios con palabras en momentos muy específicos, dos frases puntuales que me acompañaron en medio de mi choque cultural: “Lo más importante, mantener tu corazón sano” y “Dios no nos llama a los países que nos necesitan, sino a los que nosotros necesitamos”.
Ellas me inspiraron fe, y me hicieron comprender que Dios estaba trabajando en mi vida, que no solo iba a servir y a dar, sino que iba a ser transformada en el proceso, también me abrazó y me contuvo la familia en Cristo que encontré al otro lado del mundo y tuve que aprender a amar y abrir mi corazón, pude llorar y desahogarme con una hermana que conocía hace apenas unos meses y pedirle que ore por mí. Papá me enseño lo importante y lo valioso que era ese sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad, no había que avergonzarse ni esconderlo, como nos enseña su Palabra
“…Mi poder se muestra en la debilidad. Por eso, prefiero sentirme orgulloso de mi debi-
lidad, para que el poder de Cristo se muestre en mí. Me alegro de ser débil… y de tener necesidades y dificultades por ser fiel a Cristo. Pues lo que me hace fuerte es reconocer
que soy débil.” 2 Co. 12:9-10 (TLA)
Un gran air bag contra el que chocar, pero de manera mucho más suave y agradable fueron los amigos que puede hacer en aquel país, los locales, los que me abrieron sus casas, sus familias, sus corazones para conocer, aprender y absorber su cultura para dejar de ser una observadora, una espectadora y descubrir que además de las grandes diferencias, también había muchas cosas que teníamos en común, que éramos parecidos a pesar de estar al otro lado del mundo.
Puedo resumir la experiencia transcultural como un gran proceso de aprendizaje, si estamos dispuestos a reconocer que no podemos solos, y que dependemos absolutamente de Dios, pero también de otros. Y que no importan cuando años pasen y si estamos en el campo o en nuestro país, somos, discípulos, aprendices, somos estudiantes caminado de la mano del maestro para que podamos algún día decir:
“…he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemen-
te, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.” Fil. 4:11-13